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Bosques en agonía: la emergencia que nos interpela

El mundo atraviesa una encrucijada silenciosa cuya gravedad apenas ha calado en la conciencia colectiva: la salud de los bosques globales está en franca decadencia. Lejos de ser un asunto remoto o especializado, esta crisis forestal es una advertencia directa para la humanidad, con implicancias ecológicas, sociales y económicas que no admiten postergaciones.

Los ecosistemas forestales no son meros escenarios naturales: son engranajes vivientes que sostienen la estabilidad climática, regulan el ciclo del agua, conservan biodiversidad y mitigan el avance del calentamiento global. Sin embargo, datos recientes confirman que su vitalidad se encuentra en estado crítico. La deforestación ha escalado, los incendios forestales se intensifican y los modelos más optimistas ya no alcanzan para revertir el deterioro.


En 2024, se perdieron alrededor de 8,1 millones de hectáreas de bosque, una cifra que supera ampliamente las metas fijadas para frenar este proceso destructivo. Muchos de esos bosques no volverán a regenerarse de forma natural, pues se han convertido en terrenos permanentemente transformados para agricultura, ganadería o minería. Parte de esta pérdida es irreversible.


No puede soslayarse que los incendios forestales han emergido como principal causa de destrucción en regiones tropicales, desplazando otras amenazas tradicionales. Los bosques, sometidos a sequías más severas, estrés climático y prácticas de degradación constante, se vuelven más vulnerables al fuego. Se estima que los megaincendios liberan gases de efecto invernadero en cantidades comparables con las emisiones de países enteros.


También lo revelador es la transformación reciente en algunas masas forestales tropicales: en lugar de actuar como sumideros netos de carbono, ahora ciertas áreas liberan más carbono del que fijan. Este fenómeno marca un punto de inflexión peligroso: cuando los bosques dejan de absorber emisiones, el cambio climático se acelera por efecto multiplicador.


La crisis forestal no es uniforme: afecta con mayor fuerza a las regiones tropicales, pero se extiende también a los bosques boreales y templados. Muchos bosques del hemisferio norte experimentan estrés creciente por plagas —como los insectos perforadores— y por la combinación de temperaturas extremas con sequías prolongadas. Esa presión múltiple mina la resiliencia natural de los árboles, y limita su capacidad de recuperación ante eventos adversos.


Lo más alarmante es que el colapso ecológico no queda en el ámbito de los bosques: se conecta con la seguridad alimentaria, la disponibilidad de agua, el bienestar humano y la justicia intergeneracional. La expansión agrícola comercial, incentivada por subsidios mal dirigidos, ha sido la fuerza motriz detrás de la destrucción forestal, en muchos casos promovida sin control estatal ni consideración de consecuencias locales.


En un plano más profundo, investigaciones recientes muestran que la deforestación tiene efectos indirectos sobre la salud humana, incluso a distancia de los bosques desmontados. La remoción de cobertura arbórea agrava la calidad del aire, intensifica olas de calor locales e incrementa riesgos de enfermedades respiratorias. Esto refuerza la idea de que los bosques no están “lejos”, sino insertos en nuestras ciudades y vidas cotidianas.


¿Cómo revertir esta dinámica? No hay soluciones mágicas, pero sí rutas urgentes que exigen compromiso político, voluntad social y responsabilidad económica. En primer lugar, hay que reorientar las políticas financieras: los subsidios que favorecen modelos extractivistas deben reducirse o eliminarse, en favor de incentivos que promuevan la restauración, la conservación y la gestión sostenible forestal.


En segundo lugar, debe reforzarse la vigilancia, la ciencia y la tecnología de detección temprana. Sistemas remotos y algoritmos avanzados ya permiten identificar anomalías en masa forestal antes de que el daño sea irreversible. Esa anticipación es clave para responder con rapidez frente a plagas, incendios o degradación silenciosa.


En tercer lugar, es imperativo reconocer los derechos de comunidades locales e indígenas como garantes de protección forestal. Donde se les otorga seguridad territorial y participación plena, la deforestación retrocede. Esa alianza entre saberes locales y ciencia moderna puede representar una línea de defensa contra el colapso.


Cuarto, las metas internacionales para frenar la deforestación deben ir acompañadas con financiamiento real, robusto y permanente. Se necesitan fondos que trasciendan discursos y promesas efímeras: el costo de no actuar será mucho mayor.


No basta con localismos ni medidas ad hoc: la crisis forestal es global y requiere coordinación planetaria. Las decisiones que hoy se tomen (o no) definirán el legado que dejaremos para generaciones futuras.


En definitiva, no podemos seguir relegando la salud de los bosques como si fueran un problema lejano o ajeno. La urgencia exige que este tema deje de ser una cuestión especializada para transformarse en un imperativo de conciencia colectiva. De ese modo, podremos forjar un pacto entre la humanidad y los bosques —que no son patrimonio ajeno, sino el sostén indispensable para nuestra propia supervivencia.



Octavio Chaparro
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