Industria
en alerta: los costos sociales de la apertura económica
argentina
20
de octubre de 2025
La economía argentina atraviesa una transformación profunda que, más allá de las cifras macroeconómicas, se hace visible en el silencio de muchas fábricas. En distintos polos industriales, desde el conurbano bonaerense hasta Santa Fe y Córdoba, las persianas bajadas se han convertido en una postal repetida. No se trata solo de un fenómeno cíclico, sino de un cambio estructural en el modo de concebir la producción nacional en el marco del nuevo programa económico impulsado por el gobierno de Javier Milei.
El Ejecutivo ha apostado a una apertura comercial acelerada y a una reducción drástica de regulaciones que, en teoría, buscan devolver competitividad a la economía y liberar las fuerzas del mercado. Sin embargo, la contracara de esa estrategia ha sido la vulnerabilidad de cientos de empresas medianas y pequeñas que, ante la irrupción de productos importados más baratos, no logran sostener sus márgenes de rentabilidad ni mantener su plantilla laboral.
Los primeros meses del nuevo esquema mostraron un alivio relativo en algunos sectores ligados a las exportaciones, beneficiados por la baja de impuestos y la estabilidad cambiaria. Pero la mayoría de las ramas manufactureras orientadas al mercado interno —textil, calzado, autopartes, metalmecánica— enfrentan un cuadro de contracción productiva que amenaza con extenderse si la demanda interna continúa debilitándose. La reducción del gasto público y del consumo privado, sumadas al encarecimiento del crédito, completan un escenario de alto riesgo para el empleo industrial.
Detrás de cada cierre o reducción de turnos hay historias concretas: trabajadores que pierden su fuente de ingreso, comunidades que ven erosionada su base económica, proveedores que se quedan sin clientes. El ajuste, presentado como un paso inevitable hacia la eficiencia, se traduce en una pérdida de tejido productivo que difícilmente se recupere en el corto plazo. Las cadenas de valor locales, que durante décadas sostuvieron buena parte del empleo formal argentino, hoy se encuentran bajo una presión inédita.
El desafío del gobierno radica en encontrar un punto de equilibrio entre el orden macroeconómico y la protección del trabajo nacional. La estabilidad fiscal y la apertura al comercio pueden ser objetivos legítimos, pero sin políticas de transición que acompañen a las pymes industriales, la brecha entre sectores competitivos y rezagados puede convertirse en un problema social de gran magnitud. La historia reciente de Argentina demuestra que los procesos de liberalización sin amortiguadores sociales tienden a generar reacciones políticas y económicas que terminan debilitando la credibilidad de las reformas.
Al mismo tiempo, la industria nacional enfrenta una transformación tecnológica que exige inversiones en automatización, capacitación y eficiencia energética. Sin acceso al crédito ni a incentivos claros, muchas empresas se ven obligadas a reducir personal o directamente cesar actividades. La apertura de importaciones, sin un marco de modernización productiva, puede consolidar una estructura económica más dependiente de bienes externos y con menor valor agregado interno.
El impacto no se limita al plano económico. También se erosiona el sentido de pertenencia social asociado al trabajo industrial, históricamente considerado un pilar de movilidad ascendente y cohesión comunitaria. El debilitamiento de ese núcleo productivo tiene efectos sobre el consumo, la recaudación y la estabilidad política. Las tensiones sindicales comienzan a resurgir, mientras los gobiernos provinciales observan con preocupación el retroceso de su base manufacturera.
A largo plazo, la cuestión central es si Argentina logrará construir un modelo de crecimiento que combine apertura y soberanía productiva. La experiencia internacional muestra que los países que lograron insertarse con éxito en la economía global lo hicieron fortaleciendo su industria, no desmantelándola. La competitividad no se alcanza solo bajando costos, sino generando innovación, infraestructura y educación técnica.
La gestión actual enfrenta así una disyuntiva crucial: sostener la coherencia de su programa económico o introducir ajustes que mitiguen el impacto social. Lo que ocurra en los próximos meses será decisivo para determinar si la apertura se traduce en un salto de productividad o en una nueva etapa de desindustrialización. En esa balanza se juega, en buena medida, el futuro del trabajo argentino y la legitimidad del experimento liberal en curso.
Las fábricas que hoy apagan sus máquinas no son solo el símbolo de un modelo en retirada, sino también un recordatorio de la fragilidad de cualquier proceso de cambio que ignore la dimensión humana del desarrollo. Si la economía logra estabilizarse pero deja fuera a una parte significativa de su fuerza laboral, el costo político y social podría ser más alto que el beneficio fiscal obtenido. La reconstrucción de la confianza productiva requerirá diálogo, previsibilidad y una visión de país que incluya a quienes todavía creen en la industria como motor del progreso nacional.
Octavio Chaparro
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