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El El nuevo pulso del poder: Congreso, DNU y Presupuesto

14 de octubre de 2025



La política argentina volvió a su tablero más sensible: el de las reglas. En una misma semana, el Congreso activó un freno a la discrecionalidad presidencial con una reforma que acota el uso de los decretos de necesidad y urgencia, mientras la Cámara de Diputados abre la discusión del Presupuesto 2026. No es un trámite; es el corazón del sistema. Las dos piezas —leyes que fijan límites y una hoja de ruta fiscal— definen cuánto puede avanzar el Ejecutivo sin mayorías propias y cuánto está dispuesto a negociar con una oposición fragmentada, gobernadores que miran su caja y un sindicalismo que mide el humor social.

El primer movimiento, el que limita los decretos, es un mensaje de época. El Parlamento busca reposicionarse después de un período en el que el Ejecutivo intentó acelerar reformas por la vía unilateral. La señal es doble: marcar la cancha para que el cambio de reglas —necesario o no, según quién lo juzgue— se haga con mayorías explícitas, y demostrar que el sistema de frenos y contrapesos sigue vivo, incluso en tiempos de urgencia. En la práctica, cualquier administración que pretenda reformas amplias deberá construir acuerdos más sólidos y en plazos realistas. El costo de no hacerlo es previsible: litigios, inseguridad jurídica, zigzags que espantan inversión y fatigan a la sociedad.

La otra pieza, el Presupuesto, es más que números. Es el pacto anual de prioridades. El Gobierno eligió una narrativa de equilibrio: superávit primario, desinflación proyectada, encuadre del gasto y estimaciones de crecimiento. El problema no es la foto, sino la película: ¿son verosímiles las proyecciones? ¿Cómo se distribuye el esfuerzo entre Nación y provincias? ¿Qué margen queda para amortiguar el impacto social del ajuste mientras se estabiliza la macro? En esa discusión se cruzan las necesidades de caja de los gobernadores, las demandas de los intendentes, el timing de la obra pública y la agenda federal que, con elecciones de medio término a la vista, se vuelve condición de gobernabilidad.

La política real ocurre en los pasillos. La Casa Rosada y los bloques con capacidad de veto saben que la ingeniería parlamentaria requiere paciencia y precisión. Cada voto se conversa con planillas de transferencias, cronogramas de giros y compromisos de gestión que deben sobrevivir a los titulares del día. Al mismo tiempo, la oposición también enfrenta su propio dilema: bloquear por inercia o mejorar por negociación. Lo primero puede rendir electoralmente a corto plazo; lo segundo construye reputación de gobernabilidad, un activo que el público premia cuando percibe que hay responsabilidad compartida.

La tensión entre velocidad y legitimidad atraviesa todo el proceso. El oficialismo necesita mostrar resultados económicos y administrativos antes de que el desgaste social coma su capital político. Pero si acelera sin consensos, arriesga la sustentabilidad de las reformas. Y si pisa el freno, se expone a la crítica de “parálisis” y a la impaciencia de su base de apoyo. El Congreso, por su parte, debe evitar dos extremos: la obstrucción sistemática que condena al país a la repetición de presupuestos prorrogados, y la delegación excesiva que vacía su rol. El equilibrio es delicado, pero posible si se ordena la agenda en torno a pocas prioridades negociadas: ancla fiscal, programas sociales focalizados, hoja de ruta para la inversión y reglas estables para sectores estratégicos.

Hay, además, un componente federal insoslayable. La discusión presupuestaria se define en clave Nación–provincias: cómo se reparte el esfuerzo, qué se actualiza y qué se recorta, cuál será el destino de los fondos específicos y de los mecanismos compensatorios. Los gobernadores —oficialistas, aliados y opositores— miden qué ceden y qué reciben. La supervivencia del ajuste sin implosiones territoriales dependerá de esa aritmética. Un acuerdo razonable exige previsibilidad de flujos, metas cumplibles y, sobre todo, no cambiar las reglas a mitad de camino. Es el tipo de certezas que la inversión —pública y privada— considera no negociables.

El plano social suma otra variable. La transición desde una economía subsidiada a otra más expuesta a precios relativos reales implica costos inmediatos, particularmente para sectores medios y trabajadores con salarios que corren detrás de la inflación. Si a eso se agrega conflictividad laboral y amenazas de paro general, la agenda institucional se vuelve rehén de la calle. La política tiene una ventana estrecha para ordenar expectativas: explicitar un calendario de alivio, sostener instrumentos de protección focalizada y evitar la tentación de responder a la protesta con giros abruptos que desarmen la estrategia. En síntesis, ni insensibilidad ni vaivenes: gradualismo consistente.

El mercado mira otra cosa: credibilidad. Los números del Presupuesto pueden cerrar “en Excel”, pero sin validación política —ley aprobada, metas verificables, instrumentos creíbles— el capital espera. La aprobación parlamentaria, el cumplimiento trimestral de objetivos y la disminución de la discrecionalidad regulatoria son, juntos, un mensaje de normalidad. Y la normalidad, en un país acostumbrado al atajo, se paga con primas de riesgo más bajas, financiamiento más barato y, sobre todo, tiempo político.

El punto ciego, tantas veces, es la gestión. Aunque la pelea por las reglas acapara cámaras, la ciudadanía terminará juzgando por servicios concretos: transporte que funcione, escuelas abiertas, hospitales abastecidos, seguridad en las calles y trámites que no humillen. Si la administración falla, los avances institucionales pierden valor simbólico y la conversación pública se desplaza hacia la frustración diaria. Por eso, un Presupuesto austero no puede ser sinónimo de un Estado ausente; debe ser el de un Estado que prioriza, controla, evalúa y corrige.

La salida virtuosa no es un misterio. Reglas claras para limitar la excepcionalidad, Presupuesto aprobado en tiempo y forma, negociación federal transparente, protección social inteligente y una secuencia de reformas que respete los tiempos de adaptación. Si la política elige ese sendero, la conflictividad se vuelve manejable y el Gobierno gana la legitimidad que hoy busca por atajos. Si insiste en el péndulo —decretos que luego se corrigen, metas móviles, promesas que cambian según la audiencia—, la Argentina repetirá el guion que conoce: incertidumbre, parálisis y nueva reescritura de las reglas.

Este octubre ofrece una oportunidad rara: alinear institucionalidad con rumbo económico. El Congreso ya mostró que quiere recuperar centralidad. El Ejecutivo necesita traducir su agenda en mayorías concretas. Los gobernadores saben que sin previsibilidad fiscal no hay paz provincial. Y la sociedad, cansada de experimentos fallidos, demanda estabilidad sin letra chica. La gobernabilidad no es una palabra vacía: es el acuerdo mínimo para que el país deje de discutir cómo se gobierna y empiece, de una vez, a hacerlo.



Octavio Chaparro





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