Cuando el cuerpo olvida al cerebro: una crisis que reclama acciones urgentes
Los datos más recientes son alarmantes. En 2021, unas 11,1 millones de personas perdieron la vida debido a trastornos del sistema nervioso, convirtiéndolos en una de las principales causas de mortalidad a nivel mundial. Al mismo tiempo, más de 3.400 millones de individuos vivirán con algún tipo de afección neurológica o neurodesarrollo durante ese año, lo que equivale a casi la mitad de la población global. Estos trastornos también generaron 443 millones de años de vida sana perdidos (DALYs, por sus siglas en inglés), un índice que refleja tanto mortalidad prematura como años vividos en discapacidad. A lo largo de las últimas tres décadas, ese impacto creció en torno a un 18 %.
Este peso creciente no es sorprendente: se combina con otros factores estructurales. El envejecimiento poblacional multiplica la incidencia de enfermedades como Alzheimer, Parkinson, esclerosis múltiple y demencia vascular. El aumento de los factores metabólicos —como la obesidad, la diabetes y la hipertensión— y los estilos de vida sedentarios actúan como catalizadores en ese proceso. Al mismo tiempo, las brechas socioeconómicas amplifican el sufrimiento: cerca del 70 % de aquella carga se concentra en países de ingresos medios y bajos, donde los recursos para diagnóstico, atención y rehabilitación resultan insuficientes y mal distribuidos.
Es importante advertir que muchas de estas enfermedades no se capturan plenamente mediante los factores de riesgo clásicos: solo el accidente cerebrovascular tiene una proporción alta de carga atribuible a los riesgos medidos. En contraste, condiciones como la demencia, la epilepsia o los trastornos del desarrollo tienen causas menos identificables y menos abordables desde medidas preventivas tradicionales. Esto exige reforzar la investigación, expandir el conocimiento médico y promover alianzas globales que aceleren soluciones concretas.
Esta crisis neurológica es doblemente injusta. Por un lado, erosiona la calidad de vida, porque el sufrimiento mental, cognitivo y motor limita el acceso a la educación, el trabajo y la plena ciudadanía. Por otro lado, refuerza la inequidad: quienes nacen en entornos vulnerables o marginados sufren diagnósticos tardíos o tratamientos inexistentes. El estigma y la discriminación asociada a enfermedades neurológicas –la percepción errónea de que ciertos trastornos son consecuencias inevitables del envejecimiento o “cuestiones mentales”– amplifican el silencio y la marginación.
Frente a este panorama, no valen las respuestas fragmentarias ni las medidas cosméticas. Se requiere que los organismos internacionales, estados nacionales, organizaciones sociales, las comunidades científicas y el sistema privado se comprometan en un verdadero pacto por la salud neurológica. Este pacto debe incluir al menos tres ejes prioritarios:
Primero, revisión y reordenamiento de recursos sanitarios. Los presupuestos y planes nacionales de salud deben incorporar metas y programas específicos para el diagnóstico temprano, el tratamiento, la rehabilitación y el apoyo psicosocial de personas con condiciones neurológicas. Los países con menos recursos —sobre todo en África, Asia y América Latina— deben recibir apoyo estructural y no solo alivios puntuales.
Segundo, fortalecimiento de la investigación y la innovación en neurología. Es indispensable invertir en estudios epidemiológicos, en nuevas terapias, en biomarcadores accesibles y en tecnologías de rehabilitación asequibles. Las enfermedades del sistema nervioso muchas veces quedan relegadas en los rankings de prioridad, pese a que causan un sufrimiento masivo invisible.
Tercero, campañas de sensibilización, prevención y cultura de apoyo social. No basta con saber que la carga existe: toda sociedad debe asumir que cuidar el cerebro es cuidar al ser humano en su integridad. Las campañas deben derribar mitos, fortalecer la detección temprana y acompañar —no solo con salud— a quien vive con discapacidad neurológica.
Una advertencia final: el reloj corre. Las proyecciones más conservadoras estiman que para 2050 las muertes por accidentes cerebrovasculares podrían incrementarse cerca de un 50 %. Otras enfermedades neurodegenerativas amenazan con duplicar sus casos. Si no actuamos hoy con audacia y coherencia, dentro de unas décadas podríamos confrontar una crisis de salud pública inmanejable.
El reto es grande, pero no imposible. Ya contamos con conocimiento, con voluntad profesional y con redes de cooperación internacional. Lo que falta es priorizar con decisión, coordinar con sentido global y reconocer que la neurología no es un asunto médico especializado sino una cuestión colectiva de dignidad humana.
Quien vive con parkinsonismo, con demencia inicial, con epilepsia no diagnosticada, con trastorno del desarrollo invisible o con migraña crónica —y sus familias— no pueden esperar un día más. Exige la historia que los gobiernos y las sociedades asuman esta emergencia como política de Estado, con recursos y plazos definidos.
Este es un llamado urgente que atraviesa territorios, clases y fronteras: debemos revalorar el cerebro, ponerlo en el centro de la salud pública del siglo XXI y actuar ahora con justicia, ciencia y solidaridad.
Octavio Chaparro
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