Cuando la inflación se convierte en fardo: el desafío británico en la era postcrisis
El Reino Unido atraviesa hoy una coyuntura económica particularmente delicada: los precios al consumidor crecen con fuerza persistente, y se perfila como una de las economías avanzadas con mayor inflación en el contexto del G7. Este escenario plantea interrogantes sobre la eficacia de las políticas monetarias y fiscales, sobre el impacto social para la ciudadanía y sobre la credibilidad institucional de sus autoridades económicas.
En los últimos meses las estadísticas oficiales revelan que la tasa de inflación se mantiene en niveles elevados —alrededor del 3,8 % interanual— sin atisbos claros de un descenso rápido. Esa cifra, lejos de ser anecdótica, sitúa al Reino Unido por encima de muchas de sus contrapartes desarrolladas, lo que genera presión inmediata sobre hogares y empresas. La inflación no es un fenómeno homogéneo: los bienes de consumo alimenticio, los servicios domésticos y los costos del alojamiento son quienes más inciden en el alza general, erosionando el poder adquisitivo de los ciudadanos más vulnerables.
Una primera reflexión obliga a repensar la política monetaria. El Banco de Inglaterra y las autoridades correspondientes enfrentan un dilema complejo: mantener tasas de interés elevadas creo que resulta indispensable para contener las expectativas inflacionarias, pero hacerlo por demasiado tiempo arriesga sofocar la inversión, moderar el crecimiento y aumentar la carga de la deuda pública. Por otro lado, avanzar con recortes indebidos podría ser percibido como tolerancia a la inflación estructural, lo que dañaría la confianza de mercados y agentes económicos.
No es un asunto estrictamente técnico ni macroeconómico: detrás de los porcentajes hay familias que ven cómo sus recibos de servicios energéticos, agua, transporte o alquiler escalan mes tras mes; empresas pequeñas que luchan por mantener márgenes ante costos crecientes; y trabajadores que exigen ajustes salariales solo para cubrir lo básico. En ese contexto, la inflación actúa como un impuesto invisible, más gravoso cuanto más contenida es la capacidad de negociación de los actores económicos.
Un segundo aspecto esencial es la política fiscal. El gobierno británico debe calibrar con tino sus ingresos y gastos, evitando medidas populistas que incrementen el déficit o la presión tributaria en momentos inoportunos. Elevar impuestos o ampliar bases fiscales puede generar recursos adicionales, pero si se hace sin criterios de crecimiento pueden asfixiar la actividad económica. En cambio, la contención racional del gasto público, una revisión de subsidios ineficientes y una estructura de inversión estratégica —por ejemplo en eficiencia energética, infraestructuras y tecnologías limpias— podrían contribuir tanto a moderar la inflación como a dinamizar el crecimiento estructural.
El tercer frente que exige atención es el de las reformas estructurales. Mejorar la productividad laboral, modernizar la cadena energética para reducir la dependencia externa, impulsar la competencia en mercados cerrados y optimizar la logística del comercio son tareas de mediano y largo plazo. Una economía que no mejora su eficiencia interna tiende a seguir sufriendo presiones inflacionarias externas y vulnerabilidades frente a choques globales.
El Reino Unido también debe afrontar riesgos adicionales: expectativas inflacionarias enquistadas, salarios que corren detrás de los precios (pero que no siempre lo logran), ajustes importados de materias primas o energía, y la sensibilidad del sistema financiero a tasas reales negativas. En ese sentido, la banca central y el Tesoro deben coordinarse para reforzar la credibilidad: señales claras de que la inflación es prioridad, acompañadas por acciones congruentes, son fundamentales para restablecer la confianza.
Desde una perspectiva comparada, el hecho de que una economía avanzada como la británica se encuentre en esta encrucijada evidencia que la inflación no es problema exclusivo de economías emergentes o mercados volátiles. Incluso en sociedades con tradición institucional fuerte, los desequilibrios del gasto, los efectos estructurales de shocks globales y la rigidez de ciertos mercados pueden empujar a escenarios complejos. El Reino Unido actúa hoy como advertencia para otros países desarrollados: nadie está exento cuando los instrumentos de estabilización resultan insuficientes o tardíos.
En definitiva, enfrentarse a una inflación alta no consiste simplemente en aplicar recetas monetarias agresivas ni en proclamar metas teóricas. Requiere una estrategia integral: coordinación entre política fiscal y monetaria, reformas estructurales profundas, políticas sociales focalizadas para proteger a los más afectados, y una administración transparente que genere certidumbre. Solo así podrá transformarse ese “fardo” que es la inflación en una oportunidad para fortalecer el tejido económico del país.
Looking ahead, la estrategia británica en estos meses será observada con lupa por mercados y gobiernos internacionales. El éxito o el fracaso tendrá implicaciones no solo para Londres, sino también para economías vecinas y sistemas financieros globales.
Octavio Chaparro
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