Apertura gradual y reformas de mercado
14 de octubre de 2025
Octavio Chaparro
La hora de las reformas estructurales exige voluntad política y dosis de cálculo técnico. Cuando un Gobierno decide liberalizar precios, recortar subsidios y desregular sectores, lo hace con la promesa de eficiencia, de mayor inversión privada, de mercados más competitivos. Pero esas promesas solo se cumplen si la transición se maneja con precisión. De lo contrario, los costos sociales se agravan, la tensión colectiva aumenta y la legitimidad del proyecto se debilita.
Aperturas graduales de tarifas de electricidad, gas o transporte, o la supresión progresiva de protecciones estatales no pueden verse como gestos aislados: cada una de esas decisiones impacta en familias, en empresas pequeñas, en hábitos de consumo que han sido sostenidos durante años bajo un esquema distinto. Ajustar al alza las tarifas —en nombre de la sostenibilidad fiscal o de la modernización del mercado— significa inevitablemente que un sector medio, que quizá no esperaba ese salto, sufre un recorte en su margen de maniobra económico. Allí reside en buena parte el riesgo del descontento social.
Pero la liberalización también ofrece dividendos tangibles. En la medida en que las reglas se mantengan estables, y en que el Estado garantice procedimientos claros —bajo supervisión, auditabilidad, seguridad jurídica—, el aumento de la competencia genera presión a la baja en los costos, estimula la innovación, hace que nuevas firmas entren al negocio y que capital privado se sienta motivado a invertir. Los mercados de productos menos regulados y más permeables al cambio crecen más rápido, crean empleo con mayor agilidad e impulsan la productividad.
Entonces, la estrategia debe combinar tres componentes: tiempos bien definidos, acompañamiento social y claridad normativa. Primero, crear un calendario plausible y expuesto públicamente para las reformas; segundo, extender apoyo —directo o indirecto— a los sectores que se verán más golpeados en el corto plazo; tercero, asegurar que las reglas del juego no cambien intempestivamente, pues la inversión privada demanda certidumbre más que promesas vagas.
Por ejemplo, la supresión de subsidios energética o de transporte sin contrapartidas en el ingreso real de los trabajadores puede provocar huelgas, movilizaciones o paros prolongados. Esa no es una amenaza puramente teórica: la austeridad recortando subsidios y liberalizando mercados sin “red de seguridad” tiende a magnificar la desigualdad, a erosionar derechos laborales y a generar exclusión.
También hay que tener presente que las reformas de mercado no son un camino lineal hacia el crecimiento que se garantice por sí solo. Si la apertura no va acompañada de inversiones en capital humano, capacitación técnica, expansión de infraestructuras y políticas de inclusión, entonces la ventaja competitiva se diluye. El mercado solo funciona bien cuando el Estado actúa como árbitro serio, no como espectador pasivo. En países donde la regulación se reduce pero la supervisión falla, los desequilibrios se agravan y emergen crisis de gobernanza.
En consecuencia, este escenario exige liderazgo y sensibilidad política. Los gobiernos que anuncien liberalización deben saber comunicar de modo transparente qué cambios vendrán, a quiénes afectan y en qué plazos, además de ofrecer mecanismos de alivio (bonos, subsidios focalizados, formación profesional) para quienes caen en la trampa de los costos crecientes. Si se descuida esa doble mirada —mercado + protección social—, la reacción ciudadana puede poner en jaque el proyecto reformista.
En definitiva: abrir mercados, eliminar trabas, bajar subsidios, permitir competencia… todo eso puede ser parte de una transformación legítima y positiva. Pero sin previsión, sin equidad, sin pilares institucionales fuertes, la reforma se convierte en un riesgo. Y si el riesgo social se dispara, la modernización económica termina siendo una promesa incumplida.
La tarea está sobre la mesa. Y quienes tengan la responsabilidad de liderarla deberán estar a la altura de su parte del pacto colectivo. Porque el crecimiento del país —y la justicia distributiva con él— no admite atajos irresponsables.
Octavio Chaparro
Todos los derechos reservados. Este artículo es propiedad intelectual del autor y queda prohibida su reproducción total o parcial sin la expresa autorización.